Una norma reciente a modo de excusa
La pandemia que viene azotando al país ha puesto al descubierto que no estábamos preparados. No estábamos preparados a nivel de infraestructura. Tampoco estábamos preparados para sobrevivir económicamente en cuarentena. Mucho menos estábamos preparados para el trabajo remoto, ni desde el sector privado, ni desde el sector público. Así, la pandemia – entre otras cosas – ha terminado por revelar nuestras falencias.
Como era de esperarse, se han puesto al descubierto también defectos en nuestro sistema de contratación pública. La necesidad de realizar compras rápidas para abastecerse de medicamentos, equipos, alimentos, etcétera, ha revelado que no tenemos un sistema eficiente.
El uso de la contratación directa como mecanismo tradicional para realizar compras rápidas en estados de necesidad también ha mostrado defectos: poca transparencia, arbitrariedad, corrupción, entre otras perlas.
¿Qué se ha hecho al respecto? Lo que siempre hacemos: crear regímenes excepcionales. En particular, destaco una reciente norma (el decreto supremo 250-2020-EF publicado el 4 de setiembre de 2020) que temporalmente ha exceptuado a las licitaciones y concursos públicos de la posibilidad de “elevar” al OSCE los cuestionamientos a las bases y pliegos absolutorios.
Para quien no esté familiarizado con el complejo (y siempre cambiante) proceso de selección de contratistas del Estado, me explico. En todo proceso de selección podemos distinguir estas etapas: (i) publicación de bases; (ii) formulación de consultas y observaciones por parte de los interesados; (iii) publicación del pliego que absuelve dichas consultas y observaciones, conjuntamente con las bases integradas; (iv) posibilidad de “elevar” ese pliego al OSCE para que éste revise lo decidido por cada entidad; (v) presentación de ofertas; (vi) evaluación; y, (vii) adjudicación.
Dicho ello, se comprende que lo que se ha hecho es eliminar la cuarta etapa, en aras de la celeridad que, supuestamente, se requiere para que el Estado pueda abastecerse eficientemente. Esta decisión parte de considerar que la mencionada etapa no es más que un escollo en el proceso. Se piensa: “Si la sacamos, no pasa nada”.
Sin embargo, lo cierto es que dicha etapa no está ahí por capricho del legislador. No es un bache en el eficientísimo proceso de selección. Si fuera así, mejor sería eliminarla totalmente, y no aprobar un régimen excepcional.
La posibilidad de elevar los cuestionamientos al pliego para que el OSCE – en su calidad de supervisor de las contrataciones del Estado – los revise, tiene, al menos, tres funciones: (i) sirve de garantía al participante; (ii) permite corregir los errores en que haya podido incurrir la entidad; y, (iii) contribuye a estandarizar criterios en temas importantes: evaluación de la experiencia, requerimientos mínimos, factores de evaluación, etcétera.
Todo ello contribuye a una contratación idónea y eficaz, en el sentido – simple, pero cierto – de elegir la oferta de mayor calidad al menor precio. Siendo así, ¿estamos dispuestos a sacrificar estos beneficios por la celeridad?
El problema es que dicha interrogante ni siquiera ha sido formulada. Puede que esté equivocado, pero parece que las personas involucradas en las compras públicas (desde el legislador que diseña las reglas del juego hasta el funcionario que evalúa las ofertas) no comprenden que la celeridad conlleva asumir varios sacrificios. Para ellos, la celeridad es sinónimo de eficacia, bajo la lógica de querer siempre “compras rápidas”.
En dicho contexto, esta reciente norma que acabo de describir no es una rareza en nuestro sistema de compras públicas. La preferencia por la celeridad se hace patente en varios lugares. Por ello, esta norma me sirve de excusa para reflexionar sobre el sistema en general.
Comprar rápido no significa comprar bien
Tenemos una marcada preferencia por la celeridad. Un buen ejemplo lo hallamos en la subsanación de ofertas. Las reglas aquí son excesivamente rígidas (los plazos son cortos y las exigencias son muy rigurosas), con miras precisamente a no entorpecer el proceso; es decir, a comprar más rápido. Se privilegia la celeridad, por más que el rechazo de una subsanación podría implicar la pérdida de una oferta que – en términos de calidad y precio – resulta más beneficiosa.
Otro ejemplo lo encontramos en la traba que se impone sobre el postor para impugnar las decisiones ante el Tribunal de Contrataciones del Estado. Como se sabe, la ley exige que el postor garantice su impugnación con una fianza, de manera que, si pierde el caso, pierde también la fianza.
Para algunos dicha “garantía por interposición de recurso” es necesaria para desincentivar impugnaciones temerarias. Fuera de que ello sea cierto o no, es innegable que constituye una traba. ¿Qué se esconde detrás de esta regulación? A nivel de principios, se esconce la preferencia por la compra rápida en desmedro de lo que podría ser una compra más idónea. En efecto, al imponer esta traba, se ha olvidado que la impugnación no sirve solo al ciudadano, sino también a la administración, porque se le permite corregir sus errores. En el caso específico de las compras públicas, una impugnación permite que el Tribunal revise lo decidido por una entidad que podría haber incurrido en error, de tal manera que la decisión del Tribunal – si ampara la impugnación – podría derivar en una mejor decisión de compra (es decir, elección de la mejor oferta).
Brindados los ejemplos, no queda sino reconocer que la nueva regulación bajo comentario parte de la misma premisa: privilegiar la compra rápida en desmedro de lo que podría ser una compra eficaz o idónea.
Pues bien, todo lo expuesto hasta aquí permite hacer unas reflexiones de fondo que el lector ya habrá intuido. La lógica del sistema – al menos en la práctica – ha sido privilegiar la celeridad. Y ello es un craso error.
Desde luego no me opongo a la celeridad. Por el contrario, la rapidez en las compras es necesaria; en algunos casos incluso es esencial. Sin embargo, la celeridad no debe sacrificar la idoneidad de la contratación, al menos no si tenemos medidas menos gravosas. Para demostrarlo, recurro a los mismos ejemplos brindados.
En el caso de la subsanación de ofertas, no es necesario imponer plazos cortos preestablecidos ni exigencias severas. Aquí debería primar la razonabilidad dependiendo del caso concreto (tomar en cuenta que no se pide más de lo que ya exige el artículo IV de la ley de procedimiento administrativo general). Bajo el prisma de la razonabilidad, debería comprenderse que, en algunos casos, tiene sentido otorgar un plazo corto (por ejemplo, una licencia que obra en poder del postor), mientras que, en otro, podría otorgarse un plazo más largo (por ejemplo, una vigencia de poder).
En el caso de la garantía por interposición de recurso, la legislación comparada nos demuestra que existen medidas menos gravosas para enfrentar las impugnaciones temerarias. Por ejemplo, un régimen de sanciones para quien presenta la impugnación de forma maliciosa o solo con fines dilatorios.
Finalmente, en el caso reciente con el que abrí esta columna también es posible una medida menos gravosa que, incluso, ya existe: la contratación directa. Si lo que se busca es comprar rápido por razones de urgencia (derivadas de la emergencia sanitaria), entonces la ley prevé la contratación directa. Sólo queda reforzar las exigencias de transparencia y responsabilidad.
Existiendo la contratación directa, no se entiende por qué se ha impuesto este régimen excepcional (recortando etapas) para los concursos y licitaciones. Se comprende que se recurrirá a concursos y licitaciones porque no existe urgencia; si la hubiera, se recurriría a contrataciones directas. Siendo así, ¿por qué entonces crear este régimen excepcional?
Algunas reflexiones finales
Lo expuesto hasta aquí no tiene como propósito ser concluyente o tajante respecto de cómo debería estructurarse nuestro sistema de compras públicas. Después de tantos intentos fallidos de nuestro legislador, no me creo capaz de proponer lo que sería el modelo óptimo.
Sin embargo, sí considero que algunas reflexiones pueden hacerse, y algunas pautas pueden brindarse. En primer lugar, celeridad no equivale a idoneidad. Que una compra se realice de forma rápida no necesariamente implica que sea una compra idónea, es decir, que satisfaga adecuadamente los intereses del Estado.
En segundo lugar, la celeridad, en muchos casos, implica sacrificar idoneidad. En otras palabras, por comprar rápido, uno puede terminar comprando mal.
En tercer lugar, nunca está demás hacer un análisis de proporcionalidad de las medidas que se implementan. La exploración de medidas menos gravosas debe ser un paso obligatorio en toda propuesta.
Finalmente – y esto atañe específicamente al régimen excepcional con el que partió este comentario – es preciso recordar que llega un momento en el que no bastan los paliativos, sino que es necesario encontrar la cura. Si el régimen de contratación directa es defectuoso, lo mejor sería enfocarnos en arreglarlo (con mayores garantías de transparencia y responsabilidad), antes que ir creando excepciones por aquí y por allá.
El propósito de estas líneas no ha sido más que invitar a la reflexión y al diálogo crítico sobre cómo se regulan las compras públicas en nuestro país. Al menos espero haber logrado demostrar que en las compras públicas también vale decir que la prisa es mala consejera.